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La Historia Real de Adolphe Sax

Foto del escritor: La Señal MusicaLa Señal Musica

Por Carlos Balmaceda


Es un duelo. Será donde unos cuantos años después, estará la torre Eiffel, pero que ahora se llama “Campo de Marte”.


Alrededor de los duelistas, hay 20.000 personas. De un lado, 45 soldados, del otro, 38 hombres salidos de las alcantarillas de París, algunos mal dormidos porque vienen de una noche completa de tocar en algún cabaret de mala muerte.


Las bandas militares en Francia están en decadencia, y al ministro de Guerra no se le ocurre mejor idea que convocar a Adolphe Sax y decirle “definámoslo en una batalla, pero musical, veamos si eso que usted inventó puede ganarle a una banda tradicional”.


Así que Sax se pone a buscar por París quiénes serán los locos que le harán frente a los 45 músicos acostumbrados a tocar marchas militares. En su equipo, siete menos, que es como tener cuatro expulsados en un partido. Tocarán una y una. Y el público decidirá. De un lado, lo de siempre, del otro, un instrumento extraño, que al revés que los vientos tradicionales, baja al suelo y luego se corona en un cono parabólico para sacar de ahí un sonido dulce, tristón, melancólico. Es el saxo, el invento de Sax.


Cuando terminan, los 20.000 parisinos lo aclaman. El tipo logró que el Ejército lo adopte, y la prosperidad parece abrirle los brazos.


Pero no.


De ahí en más, los otros fabricantes lo tratarán a cara de perro. Echan de las bandas a los tipos que tocan esa cosa, lo denuncian en los tribunales, lo amenazan. Hasta que, acabados todos los recursos, un sicario le dispara por las calles de París.


Sax zafa a ese y a otro atentado, y es que está acostumbrado.


Cuando apenas caminaba, se cayó por las escaleras y se golpeó contra el suelo de piedra. La madre solo atinó a levantarlo de ese charco de sangre que se había formado alrededor del bebé y correr para limpiarlo. A las horas, un costurón adornaba su cabeza, pero respiraba.






Un año y pico después, toma un vaso de leche y se lo confunde con vitriolo, un veneno casi mortal. Le lavan el estómago con aceite de oliva.


Pero el nene parecía destinado a envenenarse con lo que tuviera a mano: plomo, óxido de cobre, arsénico. Era común que en la casa de los Sax se escucharan gritos y al otro día apareciera el pibe correteando por el barrio.


La familia se acostumbrará a las desgracias, cuando de once hijos, siete se les mueran, una vez que a papá Sax se le desbarranquen los negocios y quede en la miseria.


Pero el chiquito Adolphe sobrevive. Se traga un alfiler, se quema con pólvora, con un sartén, se queda dormido en una pieza donde barnizan unos cacharros y casi se muere asfixiado.


Sax tiene una vida de dibujo animado, y lo ratifica cuando lo sacan de un río a las boqueadas. “Este chico no vivirá mucho”, dice ya resignada a las desgracias su madre.

Vive. Y a los dieciséis años es músico aunque también curioso y empecinado. Toca el clarinete, pero algo no lo convence, y empieza a buscar una forma de perfeccionarlo.


Entonces, presenta en la Exposición Industrial de Bruselas flautas y clarinetes de marfil. Nueve inventos exhibe, pero no se los aceptan porque es muy joven, y, dicen, el año siguiente no tendrá nada para ofrecer. Le dan una medalla de plata, eso sí, ¿y qué hace Sax? La rechaza. Quiere dejarles en claro que no acepta la ofensa ni la limosna.


De Bélgica, su patria, viaja con el padre a Francia, tiene 30 francos en el bolsillo y duerme en un establo. Pero se tiene toda la fe del mundo.


Y cuando conoce a Berlioz, músico y crítico de los principales diarios de París, tiene la certeza de que las cosas mejorarán: “mañana mismo su vida va a cambiar” le dice el tipo.

Entonces, Sax pasa del establo a un galpón enorme, y de ahí a diez, veinte, cuarenta obreros.


Ahí empieza lo peor: “Eh, usted, ¿no sabe que no puede tocar esa porquería?” Le dicen a uno y a otro músico en París cuando los ven con un saxo entre sus manos. Una runfla de envidiosos se presenta a los tribunales para que le anulen las patentes. Sax no puede hacer frente a tantos gastos. Quiebra tres veces, pero al final, el niño que sobrevivió a todos los accidentes, vence. Tiene 100 trabajadores en su fábrica y entre 1843 y 1860 salen de allí 20.000 instrumentos.


Su victoria definitiva llega cuando su banda compuesta por algún soldado, bohemios y viejos músicos que lo admiran, es aclamada por el pueblo de París.


El saxo se alista entonces entre las filas de los guerreros.


Pero Sax no se detiene ahí: fabrica nuevos instrumentos, reforma la notación musical, proyecta una escuela para inventores, un plan para reorganizar orquestas, construye en metal un nuevo fagot y un clarinete bajo.


Cuando al genial Wagner se le ocurra hacer una sala de teatro única, tomará la idea que en 1866 patenta Sax, al que se le ocurre una con forma de ovni.


Pero Adolphe Sax jamás sabrá que su instrumento se consagrará treinta años después de su muerte, con una música que para entonces no existía, el jazz. No se sabe cómo ni por qué, pero el espíritu humano tiene esas cosas, y unos negros de Nueva Orleáns se lo apropiarán, y ese instrumento que apareció señorial por las calles de París, bajará al barro de una música nueva y de ahí, con su sonido melancólico y poderoso, se volverá una marca.


Cuando George Gershwin incluya tres saxos en “Rapsodia in blue”, vuelve entonces a la música clásica, sin dejar de ser ese apéndice mundano, tristón y cálido que parece salir de las tripas de su ejecutante.


Gloria a Sax, el pibe que se salvó de las mil y una y nos dejó ese pequeño dios de metal para que los virtuosos de vez en cuando nos lleven al cielo.



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