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Las Historias del Viejo Pepe

Foto del escritor: La Señal MusicaLa Señal Musica

Por Teodoro Boot


Su hijo, que lo sobrevivió de pura suerte, lo recordaba así: “Mi viejo tenía veinte años cuando se robó a mi madre”. Y por más que el hijo se esforzara por disimularlo, el viejo nunca se casó con Amanda Bello, con quien de inmediato se instalaría en una casita de Castro 947, entre las actuales Estados Unidos y Carlos Calvo, en un rejunte de casas, corralones, forrajearías, talleres y prostíbulos en la actualidad conocido como Boedo.


Audaz y echado pa`lante, convencido de que la diferencia entre un buen y un mal corte de pelo son diez días, se las rebuscaba como peluquero a pocas cuadras de ahí, entre la antigua estación Almagro del Ferrocarril al Oeste, el conventillo de María la Lunga y el circo de Venezuela y Maza, donde alguna vez se habían cruzado su cliente José Betinotti y el legendario payador Gabino Ezeiza.


Amigo de Betinotti –a quien además de destrozarle la rubiona melena le corregía los versos–, de Gabino, de Pablo Vázquez, Higinio Cazón, Luis Acosta García, el talentoso Ramón Vieytes y otros payadores, como lo sería de Carlos Gardel, Caruso, Rubén Darío y Errico Malatesta, a los apenas 20 años cargaba con una larga vida atrás en la que había ido forjando sus dos grandes pasiones: el anarquismo y el teatro.


De esto daría cuenta ese mismo año 1905, cuando fue preso con público y actores incluidos –integrantes del cuadro filo dramático de la Sociedad de Obreros Panaderos– en el estreno de su obra “Los rebeldes”, en apoyo de una huelga del sindicato ferroviario.


Dos años después, la compañía de José Podestá, el renombrado Pepino el 88, representará en el teatro Apolo la pieza que le daría una modesta fama en el ambiente: “Del fango”.


De su fe anarquista quedaría como milagroso testigo su hijo, algunos amigos sensatos y un azorado empleado del Registro Civil de la capital. Era en 1906, cuando Betinotti debió recurrir a otro peluquero: Pepe había pegado buena y conseguido un imposible trabajo en Tribunales en el que, por sus ideas y temperamento, no podía durar, y no duró: oficial encargado de los embargos.


ue para entonces que el 6 de agosto, su amigo Edmundo Montagne, el notable poeta uruguayo autor de La casa de los cinco vecinos, irrumpió en el severo recinto del Poder Judicial al grito de “¡Pepe, nació tu hijo Cátulo!”


Qué Cátulo ni que ocho cuartos, se dijo Pepe. Y trepó al tranvía que lo acercó a la barriada. Llegó a su casa bajo una intensa lluvia y, aterido de frío, separó al recién nacido del cálido pecho de Amanda, lo liberó de la faja y los pañales de rigor y lo sacó al patio.


–¡Hijo mío! –exclamó– ¡Que las aguas del cielo te bendigan!


Dos días después, mientras el infante trataba de sobrevivir a la pulmonía, concurrió al Registro Civil acompañado de dos testigos: Montagne y otro amigo.


–¿El niño cómo se va a llamar? –preguntó el funcionario luego de felicitarlo.


–Descanso Dominical González Castillo –repuso el orgulloso padre.


Se entiende: recién acababa de promulgarse la ley que establecía que los domingos fueran días no laborables, un derecho obrero largamente reclamado por los anarquistas.


Al funcionario no le pareció tan razonable y se negó en redondo. Los amigos consiguieron separarlos a las primeras trompadas y Montagne se salió con la suya: el niño fue anotado como Ovidio Cátulo González Castillo.



La vida de Pepe había empezado veinte años antes en Rosario, el 25 de enero de 1885, como tercer hijo del español Manuel González y de una criolla de apellido Castillo. Tenía nueve años cuando ya habían muerto todos –padre, madre, hermanos– y quedó a cargo de un pariente que lo despachó al Seminario Consular de Orán, a más de mil kilómetros de Rosario, para hacerlo cura.


Fue en Orán donde, entre las puestas en escena de los cuadros religiosos y las costumbres de los naturales de la región, nació su interés por el teatro, al que veía como padre de todas las expresiones artísticas. Lo explicará así:


“Antes que aprender a cantar, a bailar, tocar un instrumento, pintar o esculpir, el hombre debió ‘hacer teatro’, propiamente dicho. He podido observar, en las largas correrías de mi infancia, las costumbres de las tribus matacas, tobas y chirihuanas (…) Alrededor de un tam-tam primitivo (…) uno de los bailarines era el bufón, el cómico de los demás, que los hacía desternillarse de risa, en medio del rito religioso, con sus muecas y contorsiones… Estas eran, sin duda, caricaturas de los gestos del cacique viejo… del curandero de la tribu… del guerrero cojo”.


A los 16 años se rajó del claustro y, de regreso a la ciudad que había dejado involuntariamente, conoció al muy joven Florencio Sánchez, con quien trabó una profunda amistad cimentada en la común pasión por el teatro y la mutua adhesión a las ideas libertarias.


Para escapar de la policía se trasladó a Buenos Aires y se hizo peluquero, de prepo, tal como se había hecho teatrero, ácrata y haría todas las cosas en su ajetreada vida.


Instalado en la modesta casa de la calle Castro con Amanda, con quien convivió en amor libre hasta el fin de sus días y con la que tuvo tres hijos –luego de Descanso Dominical, llegarían Gema y Hugo–, inmediatamente después de Del fango escribió Entre bueyes no hay cornadas, El retrato del pibe y, en medio de los tumultos y persecuciones del Centenario, antes de volver a rajar, consiguió estrenar “La telaraña”.


Exiliado en Chile, se estableció con su familia en Valparaíso, trabajó como comerciante de vinos, aprendió a chapurrear inglés, fue periodista del Mercurio, desde cuyas venerables páginas encabezó una campaña anticlerical que le valió el despido, hasta que con su sainete La serenata obtuvo el primer premio del concurso organizado por el Teatro Nacional. En Buenos Aires habían cesado las persecuciones y decidió volver.


De regreso en ese caserío, que iba creciendo a la bartola con viejos criollos y nuevos inmigrantes atraídos por el bajo precio de las casas e inquilinatos de la zona, ahora en una casa de San Juan 3957, José González Castillo escribió “El mayor prejuicio”, “Los invertidos” y “El hijo de Agar”. Antes, ya había estrenado más de catorce del centenar de obras que le deberá el teatro argentino.


Mientras trabajaba en la casa Glucksmann, traduciendo los carteles de las películas mudas francesas y norteamericanas, encabezó una compañía tradicionalista que representaba Juan Moreira, Santos Vega y Martín Fierro con el concurso de varios “cantores nacionales”, entre ellos el dúo Gardel – Razzano.


Enterado de que Glucksmann buscaba artistas para su sello discográfico, recomendó al dúo en forma tan insistente que el señor Godard, gerente de la grabadora, se avino a concurrir al teatro. Fue ese el verdadero inicio de la carrera de Carlos Gardel, quien siempre mostrará su agradecimiento grabándole varios de sus temas. Es que el Viejo Pepe había descubierto una nueva pasión: la poesía popular.


Cuando el 20 de abril de 1918 Elías Alipi le estrenó el sainete “Los dientes del perro”, tuvo la idea de presentar en escena un cabaret con la actuación en vivo de la orquesta de Roberto Firpo, que ejecutó el tango “Mi noche triste”. De ahí en más, en el estreno de todo sainete sería de rigor que un tango fuera presentado en sociedad.


Cuando al año siguiente “Los dientes del perro” volvió a ponerse en escena, el tango que se cantó fue “¿Qué has hecho de mi cariño?” del propio González Castillo.


Le siguieron una veintena más, como “Griseta”, “Silbando”, “Organito de la tarde”, “El aguacero”, “Sobre el pucho”, varios de ellos con música de su hijo Cátulo.


Autor también de los guiones de las primeras obras del cine nacional, fue cronista de Crítica, participó activamente en la creación de Argentores y en 1928 fundó la Universidad Popular de Boedo, que, ubicada en Boedo 657, en el mismo caserón que hoy ocupa la escuela primaria “Martina Silva de Gurruchaga”, albergaba a más de 1500 alumnos.


Por ese entonces, destino errante del inquilino, se había mudado a Loria 1449. Y fue ese mismo año 1928 que Cátulo le puso música a su tango “Organito de la tarde”.


–Te vas a anotar en el concurso que organiza Glucksman –le dijo Pepe, conocedor de la importancia que un premio en un concurso en el que participaban los grandes compositores y poetas populares de la época, podía tener en la carrera de un joven de 17 años.


Indignado por la participación del adolescente, Juan de Dios Filiberto, que cultivaba fama y arrebatos de guapo, se presentó ante el Viejo Pepe:


–¡Usted lo está echando a perder al mocoso ese –bramó–, porque va a entrar a la competencia final conmigo. Y si me gana, sepa señor Castillo, que yo me he criado matando vigilantes.


Pepe se puso de pie y respondió:


–Y yo me crié matando sargentos. Les daba dos puñaladas de ventaja y después los cagaba bien a patadas en el culo.


La sangre no llegó al escenario y Cátulo se alzó con un tercer premio, que además del impulso que supuso a su carrera, provocaría un encuentro de enorme trascendencia para la música popular.


Parado en la puerta de su casa, todas las mañanas Cátulo veía pasar silbando un tango a un pibe gordito, un año menor que él, todavía de pantalones cortos, que vivía casi a la vuelta, en Garay y el pasaje Danel. Un día, el gordito se animó:


–¿Vos sos el que compuso “Organito de la tarde”? Yo tengo una letrita… no sé si la querés mirar…



Cátulo la miró y así nacieron el tango “Viejo ciego”, una amistad que duraría toda la vida y el casi niño Homero Manzi se sumaría, junto a Pedro Mafia, Juan Francisco Giacobbe, Pedro Láurenz y Sebastián Piana (hijo de otro peluquero y eximio guitarrista de Almagro, con peluquería en la calle Castro Barrios 75, donde luego de construirá la Federación de Box) a la banda de muchachos artistas que alborotaba la casa del Viejo Pepe, ya de por sí alborotada por el incesante ir y venir de payadores, músicos y poetas, los interminables cigarros de Rubén Darío, las visitas de José Razzano y las demostraciones de impostación de voz que Carlos Gardel había aprendido haciendo de claque en el teatro Coliseo, de la ciudad de Roma.


En 1932 fundó un centro cultural de gran influencia barrial, la peña Pacha Camac, en los altos de la confitería Biarritz de Boedo 868. Por entonces, prácticamente enfrente, en Boedo 833/837, en una de las habitaciones del conventillo ubicado detrás de la librería del alemán Munner, junto a un taller en el que Antonio Zamora mandaba imprimir los cuadernos de Los Pensadores y los libros de Claridad, comenzaron a reunirse jóvenes escritores o aspirantes serlo que serían posteriormente conocidos como Grupo de Boedo.


El Viejo Pepe murió en 1937, en el punto culminante de su carrera, en la casa que finalmente había conseguido comprar, en ¡cuándo no! Boedo 1064, cuando aún no llegaba a cumplir los 52 años.


Alrededor de su incesante actividad y su incansable vitalidad, a la vera del viejo camino hacia ese vado del Riachuelo donde por entonces ya se alzaba, orgulloso, el Puente Alsina, en esa rinconada de Pompeya, un pedacito de Almagro y extensión de Parque Patricios, el Viejo Pepe terminará inventando un barrio inexistente que pasa por ser uno de los más tradicionales de Buenos Aires.


La burocracia administrativa municipal dará cuenta del fenómeno recién en 1972, lo que carece de la menor importancia: al barrio lo habían hecho el librero alemán, el editor español, el peluquero italiano, los viejos payadores y, más que nadie, el teatrero anarquista y los purretes proletarios que a su alrededor encontraron su destino de músicos y poetas.


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