Por Carlos Balmaceda
El puente de Manhattan es un arpa colgada en el cielo, cuando lo cruzan el tipo de sombrero y el pibe de gorra. Hay estrellas, que no están celosas todavía, y un río sobre el que podrían patinar. Los ojos de Carlitos van de la luna de Nueva York a esos islotes de hielo que se deslizan con un rezongo sobre el agua.
Tan ensimismado está, que el chico le tira de la manga para que lo escuche. “Eh, Charly, allá está la cantina” y ahí van, derecho a un plato de ravioles. Después, anda 10 kilómetros para bajarlos, siempre acompañado de su guía: el pibe de nombre raro y musical, Astor.
Sí, los que el oyente ve ahora, tiznados por los copos de nieve neoyorquina, son Carlos Gardel y Astor Piazzolla.
Uno tiene la edad en la que su leyenda se fijará para siempre, 45, y el otro, apenas 13.
Uno vive ahí desde que tiene dos años, entre un barrio italiano y otro judío. De una ventana escucha una canzoneta tocada con mandolina, y de la otra, un clarinete que ejecuta música klezmer. A los nueve, el padre le regaló un bandoneón, y cuando lo toca frente a Carlitos, le dice: “Pero pibe, tocás el fueye como un gallego”. Es que el nene no ha pasado siquiera por Buenos Aires como para que el alma de la ciudad lo roce. Se fue de Mar del Plata al Village, el barrio pobre de Manhattan, y en eso andaba, hasta que el Morocho del Abasto llegó a filmar “El día que me quieras” en los estudios Paramount, adonde el pibe también lo lleva, porque el grandulón se pierde y no sabe una palabra de inglés.
Si aprende, podría ser una estrella de fama mundial, pero no hay caso; cuando van al cine con Lepera, le hace traducir la película entera en voz alta, hasta que los espectadores los echan de la sala; y para los trajes, las camisas y los ravioles, lo tiene al pibe Astor.
¿Cómo apareció en su vida? Por una ventana. Le llevaba una escultura, regalo de su padre para el Zorzal, y ahí se encontró con el pianista Castellano, de la pandilla gardeliana, que se había olvidado las llaves. Entonces fue un “nene, yo te pongo las dos manos, vos subí por el balcón y avisáles que estoy”. A eso le siguió un: “¿Éste pibe qué hace por acá?” y a eso, un desayuno americano que Gardel le prepara a Piazzolla.
¿Lo habrá guiado a la NBC, la cadena de radio donde Gardel graba al día siguiente? No lo sabemos, pero sí que el tipo estaba fastidioso, que cuando la orquesta ataca con las primeras notas de “Silencio”, Carlitos dice “no, no, aquí solo el clarinete”, y después, va silenciando a la flauta, al oboe y a los violines. Treinta años acompañado de guitarras, y ahora no se acostumbra a tanta ortopedia musical. El arreglador, un tal Terig Tucci, sugiere, negocia, convence, y al final, cuando el morocho acepta y la cosa da resultado, lo felicita con un “¡Macanudo, Tucci, macanudo!”
Tan satisfecho está el Zorzal, que cuando filma “Sus ojos se cerraron” para la película “El día que me quieras”, pide que la orquesta esté ahí. ¿Cómo? ¿Los músicos en el estudio, en vivo? No es así, dice un productor. Se graba la canción y luego usted hace la mímica. No, señor, dice Gardel, se hace con la orquesta allí, ¿sino cómo voy a sentir lo que canto?
Cada palabra que este hombre dice, es un trocito de corazón. No se permite abrir la boca y expulsar aire y sonido; cada vez que Gardel canta, volvemos en barco a Buenos Aires y sentimos el trote de un tungo en Palermo.
Ahora está allí, rodeado de técnicos y reflectores en los estudios de la Paramount. Pero él solo ve a Rosita Moreno, que no es una actriz, sino su mujer, que no está recostada actuando su muerte, sino que efectivamente ha muerto para él, porque necesita de esa verdad para que la escena sea desgarradora; es que Carlitos hará algo que nadie ha hecho ni volverá a hacer en la historia del cine. En un musical, se canta con cualquier excusa, casi siempre feliz, no frente al cadáver de la amada.
Hace un mes que esto lo abruma. Alguna vez lo despierta a Terig Tucci a las tres de la mañana para cantarle esa frase a la que no le encuentra el tono: “Sus ojos se cerraron”, canturrea, y después se dice “no, muy indignado; tiene que ser más acongojado”, y así vuelve, una y otra vez hasta que cierra con un “dejémoslo para mañana, tal vez tengamos más suerte”.
Volvamos al estudio. Gardel se acerca a una ventana, descorre una cortina, unos vellones de luz iluminan el rostro de la muerta. A un costado, invisibles, los músicos. Hay una selva de micrófonos dispuestos para que el sonido sea perfecto. Por los pasillos, la maquilladora que hace unos minutos se encargó de empolvarlo, va en puntas de pie hasta el borde de la escena, allá un carpintero, arriba, un iluminador que hace su trabajo pero que aferrado a un reflector no deja de escuchar esa queja con forma de canto, el director en la silla, expectante, los tiradores de cables mano en bolsillo y recostados contra una pared. Empieza a cantar, y una multitud avanza al plató como si un flautista de Hamelin la condujera. Vienen de otras películas, de otras historias, avanzan en silencio porque saben que cualquier ruido arruinará eso que es magia en el aire. Así están, mudos, con los ojos húmedos, hasta que el tipo dice “hoy está solo mi corazón”, y entonces, después del “corten” de John Reinhardt, sobreviene una ovación, que sigue con palmadas, con aplausos, con abrazos. Gardel se acerca a Tucci, lo mira y le dice su ya tradicional “¡macanudo, Tucci, macanudo!” Y el productor que se negaba a la canción en vivo, pronuncia por lo bajo con cierta distancia anglosajona “ese hombre tiene una lágrima en la garganta”.
Lo festejan con un asado, en el que, cómo no, el tipo canta, y como no tiene acompañamiento, le pide al pibe de 13 años, que acometa con “Arrabal amargo” en bandoneón. No se sabe si al terminar, le dijo “¡macanudo, Astor, macanudo!”
Lo que sí sabemos es que disponen todo para una gira, que vuelven a su lado Barbieri, Riverol, Aguilar; los viejos guitarristas desplazados por la orquesta, y ya en la escalerilla del avión, Gardel quiere sumar un nuevo miembro al grupo: Astor Piazzolla.
Lo quiere tanto que hasta le da un papel de canillita en “El día que me quieras”, así que cómo no va a viajar con él.
El padre, don Vicente, que alguna vez quedará inmortalizado en “Adiós, Nonino”, toma una decisión: le dice que no.
Podemos imaginar los berrinches del pibe, que ya se veía al lado de una estrella de fama mundial, consagrado a los 13, podemos escuchar los porqué de ese tanito que alguna vez anduvo entre pandillas del Bronx y hasta se cruzó con Rocky Graziano por Manhattan.
Y también podemos imaginarlo el 24 de junio, cuando los teletipos escupieron la foto de dos aviones en llamas, abrazado al papá, y aferrado ese mismo día al bandoneón, desgranando las notas de “Arrabal amargo”, el único tango que tocó con Gardel.
Pero no nos quedemos con esa imagen, sino con la del Zorzal batiendo unos huevos y haciendo un café, después de que el pibe se le colara por una ventana. Quedémonos con Gardel preguntándole qué le parece el desayuno, y el pibe diciéndole “¡macanudo, Carlitos, macanudo!”
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