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El Padre del Tango

Foto del escritor: La Señal MusicaLa Señal Musica

Por Teodoro Boot


Corría 1861 cuando en el barrio de Barracas nacía el llamado “Padre del Tango”. Era un 16 de febrero y a sus progenitores no se les ocurrió mejor conjuro contra los maleficios y las tentaciones de la mala vida que bautizarlo “Ángel”.


No dio resultado: ya desde niño Ángel Gregorio Villoldo Arroyo, quien abusaría de los alias (A. Gregorio, Fray Pimiento, Gregorio Giménez, Ángel Arroyo, Mario Reguero, Lope de la Verga, Antonio Techotra y otras gracias de similar tenor) fue canillita, resero, cuarteador, clown en un circo de San Cristóbal, tipógrafo en el diario La Nación, hasta adecentarse, tras su paso por quilombos y lupanares, como recitador, cantor, letrista y compositor.

Diestro para el piano, el violín, la guitarra y la armónica, instrumentos estos dos que ejecutaba a un tiempo mediante un artilugio de su invención en el que la armónica estaba sujeta por una varilla por encima de la guitarra (décadas después, el dispositivo inspiró al cantautor estadounidense Robert Allen Zimmerman, más conocido como Bob Dylan, quien a su vez inspiraría al también cantautor León Gieco, alias del santafesino Raúl Alberto Gieco).

Cuando desmontaba la armónica, el Padre del Tango desentonaba con voz bastante más atiplada que la de sus dos mencionados seguidores, lo que parece haber sido del gusto de la época ya que pronto le proporcionó fama en bodegones y casas de malvivir.


Fue gran amigo de otros frecuentadores de quilombos, como el actor y cajetilla Florencio Parravicini, el oriental Albredo Eusebio Gobbi (con el que en 1903 y patrocinados por las grandes tiendas Gath y Chávez marcharía a Europa) y Rosendo Mendizábal.





De no haber sido negro y malgastado su dinero en prostitutas, para luego vivir de ellas, o más precisamente de sus clientes, tocando el piano en los burdeles, tras componer en 1898 su magnífico tema “El entrerriano”, Rosendo Mendizábal podría, con mucha mayor justicia, ser considerado el auténtico Padre del Tango.


De pluma suelta y procaz ingenio, Ángel Gregorio escribió coplas para comparsas carnavalescas y numerosos poemas y prosas para famosas revistas de la época, como Caras y Caretas, Fray Mocho y P.B.T., así como piezas teatrales («Fosforito», «El Mayordomo» y «Los Nocheros»), representadas en el teatro Roma por sus amigos Pepita Avellaneda y el mencionado Parravicini.


Su chispa y fácil verba le sirvieron para entreverarse con payadores y brindar actuaciones poco académicas y por lo general de decidido mal gusto, en lo que descolló muy especialmente realizando grabaciones privadas, pero también se destacó como compositor de temas como “El Porteñito”, “El Esquinazo”, “La Budinera”, “Soy Tremendo”, “Cantar Eterno”, “Arrimate Vida Mía”, “Recuerdos de Mi Pago”, “Chiflale Que Va a Venir”, “Cuerpo de Alambre”, “De Farra en el Cabaret”, “El Ñato Romero”, “El Pinchazo”, “La Pipeta”, “Papita pa'l Loro”, “Yunta brava”, “La Morocha” y muchos temas más, en un mundo en permanente transformación y decadencia, hoy considerados “clásicos”.


No obstante, gracias al menosprecio del que sería víctima el arte de Mendizábal, Villoldo es básicamente recordado por “El choclo”, tenido por auténtico himno nacional antes de que, para unánime y justificada indignación oriental, a una delegación olímpica argentina se le diera por desfilar al ritmo de “La comparsita”, festiva marchita montevideana salida del magín de un joven estudiante uruguayo.




Este link conduce a la reproducción de “El Choclo”, entonada por Edmundo Rivero

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